Ayer, mientras experimentaba con la cámara entre las luces y sombras de mi cocina minimalista, decidí dar rienda suelta a mi creatividad no solo en fotografía sino también en gastronomía. La misión: capturar la esencia de los langostinos en una salsa que les hiciera justicia tanto visual como gustativamente.
En un acto de audacia culinaria, tomé esos crustáceos tan fotogénicos y comencé a prepararlos bañados en una salsa de vino blanco; el aroma del alcohol evaporándose me transportó a recuerdos de celebraciones pasadas.
Mientras los sabores se fusionaban y yo ajustaba el balance de blancos de mi cámara para capturar el momento perfecto, un pensamiento crítico invadió mi mente: ¿No es acaso contradictorio glorificar un plato que perpetúa la objetificación alimentaria? A menudo nos olvidamos del proceso detrás del producto final que llega a nuestros platos.
Acto seguido de documentar meticulosamente cada paso y degustar el resultado, me quedé reflexionando sobre nuestro papel como consumidoras responsables.
Aquí viene mi dilema: ¿Deberíamos renunciar al placer estético y gustativo por una conciencia más sostenible o existe alguna forma ética de compaginar ambos mundos? Espero vuestras perspectivas.